No queremos volver a la normalidad

Hoy más que nunca nos encaminamos hacia una división muy clara del estado de las cosas: de un lado, aquelles que se aferran a la idea de que al terminar la pandemia –por el efecto de la vacuna milagrosa– todo volverá a ser como antes; del otro lado, quienes saben e intuyen que esta pandemia llegó para quedarse y generar un cambio profundo en la sociedad. Respecto de lo primero, solo podemos lamentar que muches prefieran no abrir los ojos y extraer lecciones de esta situación paradigmática. Nosotres optamos por lo segundo.

En realidad, el virus nos muestra que veníamos en una dirección equivocada al desarrollar ciudades con crecimiento cancerígeno, donde la desigualdad social, el aislamiento, la violencia y el uso de drogas no paran de hacer estragos. De este modo, estas urbes están lejos de poder atender y contener a los enfermos y sus familiares. La pandemia logra que se cierren empresas, comercios, actividades varias, lo cual ya está generando la mayor crisis de la historia de la sociedad capitalista, poniendo al descubierto una serie de tramas que obran en contra del bien común.

Este colapso a corto plazo –como lo definimos en el “Manifiesto de Relocalización Permacultural” que publicamos en el número anterior del Permaboletín– acelera la entrada en la etapa que se llama la quinta revolución industrial, en la que la robotización y el 5G desplazarán a cientos de millones de trabajadores. En Argentina, a esta fiesta del poder se suma el programa AgTech, que ya se puso en marcha, a través del cual las máquinas del campo funcionan sin operarios, los drones imparten las órdenes de laboreos y se elaboran carne sintética y semillas modificadas por medio de la tecnología Crisp.

Hoy, muches ciudadanes se sienten engañades porque descubrieron la trampa de la metrópolis: su supuesta comodidad se convirtió en encierro, control y opresión.

Se difunden innumerables notas sobre grupos de científicos que están trabajando en pos de encontrar la tan esperada vacuna, a la vez que también se publican artículos que insisten en la baja inmunidad al Covid-19 que presentan por ejemplo ex-enfermos a los 3 meses de haberse recuperado. Si con el virus verdadero la inmunidad alcanzada es pobre, mucho menos podrá hacer una vacuna para evitar los contagios.

Aquelles que quedaron confinados en sus casas y tienen un patio o simplemente ventanas que dejan entrar la luz del sol pueden sentirse privilegiades, pero lejos están de la pandemia en el campo, donde es posible caminar libremente por un bosque, por los huertos o por largos senderos, admirando los atardeceres. Esto ha puesto las cosas en su verdadero lugar y ahora muches aprecian y valoran la belleza de la vida rural como lo más parecido a vivir en libertad plena en tiempos pandémicos.

Así que les urbanites promedio buscan “la referencia” de lo que no se tiene, de lo que han perdido. Desde nuevos parámetros y perspectivas, empiezan a comparar y a medir con otros criterios los distintos desafíos que presentan la vida rural y la vida urbana, y advierten que los segundos son desoladores, mientras los primeros apuestan por la vida.

El Covid-19 ha puesto fin a las rutinas normales de la vida cotidiana, tanto en Argentina como en el extranjero. A esa normalidad, no queremos volver. No se termina de comprender la envergadura de la crisis; por lo tanto, no se cae en la cuenta de que una “vuelta a la normalidad” no solo no es posible, sino que tampoco es deseable.

La pandemia y su encierro de tantos días han abierto de par en par nuestras certezas. Del extraño sustrato conformado por las implicaciones sociales y económicas, la pérdida terrible de vidas y una crisis cuyas escamas solo se vislumbran sobre la superficie agitada de la sociedad y la política ha terminado por germinar una pregunta en la mente de muches: ¿realmente estoy y estaré bien aquí? ¿Y si me mudara a un lugar más tranquilo, en libertad, donde comience a producir la mayoría de mis necesidades básicas?

A medida que pasa del tiempo, con los rebrotes virales que se están produciendo, hay más y más personas que prefieren vivir a una distancia prudencial del epicentro del problema. Ya son millones los potenciales “neorurales” que se plantean emprender una nueva vida en el medio rural, a medida que se da la cuarentena para relocalizarse. Se está gestando un éxodo que no hace mucho tiempo atrás nadie hubiera imaginado; ninguna campaña publicitaria, con todos los medios técnicos y económicos, hubiera despertado el interés que actualmente se manifiesta por evacuar las grandes ciudades.

Ya está claro que no será posible volver a los transportes públicos con gente apretada, ni a los recitales y espectáculos varios, ni a los eventos deportivos masivos u otras tantas aglomeraciones humanas que le otorgaban identidad a la ciudad y al hacinamiento en ella.

A medida que las familias puedan salir de su reclusión forzada podrán decidir si quieren exponerse a otra cuarentena estricta por un rebrote del Covid-19 por una nueva cepa o por la llegada de otro virus igual o más patógeno, si quieren vivir años en ciclos de cuarentenas y restricciones varias según los rebrotes, tratando de mantener la ilusión de la supuesta felicidad que brinda la urbanidad.

En Argentina, el 92% de la población vive en grandes urbes. Por lo tanto, la mayor parte del territorio se encuentra libre, con una variedad de ecosistemas cuyos recursos son susceptibles de albergar a millones que podrían vivir en forma permacultural.

La pandemia trae a la luz el carácter absolutamente insostenible del modelo de desarrollo urbano a la vez que resalta la resiliencia que ofrece el medio rural. Se han construido ciudades enormes con una concentración de población que vive al día, cada vez más empobrecida y peligrosamente desprotegida frente a las adversidades, el hacinamiento y las desigualdades sociales.

El consumo se ha desacelerado en bloque, permitiendo cierto respiro alrededor del planeta. Una de las principales formas de consumismo que casi con toda seguridad se beneficiará es la que se está denominando economía “Netflix”, que atiende a los “adictos a las series”.

Sin duda, la pandemia ha puesto al descubierto que un amplio abanico de actividades laborales en la ciudad insume mucho más riesgo de contagio que aquellas que llevan adelante un sistema productivo basado en el trabajo ecológico con la tierra. Por ejemplo –y descartando los trabajadores de la salud, que son los más expuestos–, los cajeros de supermercados y bancos, los choferes de taxi, los recolectores de basura y la multitud de otras labores alienantes en su mayoría que mantienen funcionando los aspectos más esenciales del sistema. Cabe destacar que son trabajadores con salarios bajos, que a menudo cumplen con sus obligaciones estando muy expuestos al virus y suelen tener poca protección y defensa sindical. La pregunta es: ¿cuánto tiempo durará esto? Podrá ser más de un año y cuanto más dure, mayor será la devaluación, incluida la de la fuerza laboral.

Por otro lado, el encierro ha traído innumerables problemas, entre ellos, la interrupción de la educación de les niñes, que tienen que conformarse con el universo educativo de plataformas digitales, haciendo que muches padres deban asumir el rol del docente. Aquello fortalece la principal pandemia que afecta a les niñes: la de interactuar permanentemente con las pantallas en lugar de hacerlo con otres niñes y la naturaleza.

El virus llegó para explicarnos que un espacio en la naturaleza es el mejor y más seguro de los lugares para la salud y el aprendizaje de les niñes que escuelas con cientos de niñes en aulas donde no tendría que haber más de 10, en lugar de 35, y donde para jugar tienen un patio de cemento. Esa es otra pandemia que no se le da el nombre, pero es lo que entrena a les niñes a poder soportar la vida en las ciudades, es más importante el aprendizaje de convivir encerrados con otres, para que después lo soportemos en la ábrica, la oficina o en la escuela donde entrenemos a otres niños a este círculo de encierros, que nos aleja de la realidad que es la naturaleza. Muchas veces en la reflexión en las visitas guiadas en la ecovilla, las personas nos han repetido esto hasta el hartazgo.

La vida ha cambiado para siempre. No solo la forma en que trabajamos, nos apoyamos mutuamente, viajamos, compramos y gastamos, sino también los roles que las personas juegan en la sociedad. Este es un momento para decidir cómo queremos reconstruir las cosas: por diseño, no por casualidad ni coincidencias.

Uno de los principales caminos para muches sería abordar rápidamente el decrecimiento y la ruralización, con el objetivo de reintegrarse en forma armónica en los ecosistemas y construir así la nueva anormalidad, una que ponga fin a las anormalidades en las que estuvimos sumergidos durante todos estos años.

Nos dicen que pronto todo esto terminará y que podremos volver a la normalidad, pero, ¿qué normalidad? ¿La de    destruir violentamente entornos naturales? ¿La de vivir siempre al límite de nuestro propio colapso?
Esa normalidad de viajar hacinados en el subte. La de estar siempre sometidos por el trabajo. La de vivir en medio de esa multitud y sentirnos solos y solas. De hacer las cosas por inercia.
Esa normalidad hace que los jugadores de futbol sean más importantes que los médicos, que los dichos de les influencers sean más relevantes que lo que comunican los filósofos.
Es la de no saber qué queremos hacer con nuestra vida.
Es la normalidad en la que se desahucia a las personas y se rescata a los bancos.
Esa que concibe a les abueles como una intolerable carga porque no son productivos.
La de vivir para pagar y pagar.
Una normalidad que volverá a dejar a millones de personas en estado de vulnerabilidad ante la próxima pandemia.
La normalidad de producir lo que necesitamos y ser, por tanto, dependientes.
La normalidad de seguir ciegamente la lógica de “comprar-tirar-comprar” que tanto daño les hace al planeta y a nuestra felicidad.
Esa normalidad, en definitiva, de vivir extinguiendo todo lo que nos permite vivir.
No. No queremos volver allí, muchísimas personas lo están pasando mal en estos días, pero la normalidad “de antes” perpetúa este sufrimiento y lo hace cíclico.
Queremos una nueva normalidad. Una que detenga esta vorágine y fomente las redes de apoyo y solidaridad. Que nos incite a repensar cómo relacionarnos entre nosotres.
Una de más cuidados y menos competencia.
De vivir más tranquiles, más humildes y con más tiempo para nuestres seres querides.
Una normalidad que ponga la vida en el centro.
No queremos volver a la normalidad “de antes”, porque esta era el problema.

 
Dr. Gustavo Ramírez
Universidad Internacional de Permacultura
Agosto 2020

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